A estas
alturas de la publicación me han visto un par de veces en la novela. Me
volverán a ver, eso espero. Pero lectores, hay algunas cosas que no se
escribieron de las que les debo hablar. Por ejemplo no está escrito cómo se
llegaron a editar estos diarios. No sé qué tan bueno sea para el espíritu de
esta publicación denunciarle al lector lo que ha venido ocurriendo.
A Abel lo
conocí hace más de veinticinco años, no había salido del colegio cuando nos
pasamos al mismo edificio en el que vivía con sus abuelos. No hay mucho más que
decir aparte de aceptar lo cerca que me sigo sintiendo de él. Y aunque, de
poder hacerlo, haría algunas observaciones al modo tan suyo de recordar la
historia de Leticia, no negaré que su escritura pareció servirle de alguna
manera. De todos modos alcanzo a entender eso de que nuestras historias se
vayan acomodando a lo cambiantes que somos. No estuve tan cerca de él, es
cierto; pero no estoy segura de que esto en realidad lo hubiera afectado tanto
como insinúa en sus diarios. Para mí lo que lo motivó a escribir fue algo más,
algo distinto a la culpa o a la nostalgia; porque aún antes de Leticia hubo algo
que no encajaba muy bien, y que nunca encajó y que a mí nunca dejó de parecerme
de una u otra forma atractivo. Algo que hoy llamaré miedo.
¿Miedo a
qué? No lo sé con exactitud; pero fue ese miedo el que después de que todo ocurriera
lo llevó a replantear su proyecto de vida (a aburguesarse, como alguna vez me
dijo él), a ser uno de los publicistas más exitosos de su generación… a
enfocarse, y finalmente, a escribir esto que hemos llamado Visitas a
Mediacuesta. A veces el miedo es bien práctico. No voy a tratar de sintetizar
aquí el caso de Abel, hay muchas cosas que se me escapan y que no me interesa
tratar de redondear. Abel pasa varios meses en Mediacuesta y no todas mis
visitas están incluidas en sus diarios. Abel, como es de esperarlo, no lo escribía
todo; hacía énfasis y omisiones, pero los motivos de esas deformaciones no me
quedan nada claros.
A veces
pienso que lo hacía por pudor; pero luego me parece más lógico el que lo
hiciera para darle alguna especie de consistencia a sus personajes; porque
después de cierto punto en eso nos convertimos todos, en sus personajes. Si
hubiera incluido ciertas visitas mías, algunas discusiones que tuvo con Felipe,
y uno que otro incidente por ahí con Manuel, seguramente nos le habríamos
deformado de un modo que afectaba el plan de su diario, de su novela.
Más de una
vez, hacia el final, hablamos de las modificaciones y correcciones que fue
introduciendo para ser más fiel a eso que él llamaba el tono de su historia.
Con el tiempo entendí que en realidad no traicionaba nada corrigiendo esos
diarios, introduciendo variaciones, omitiendo; entendí que simplemente
naturalizaba, trataba de hacer todo más suyo. Y esto es algo que me sigue
conmoviendo, cuando digo que los hacía más suyos a veces me refiero a que
redondeaba, especificaba, aclaraba; pero muchas otras veces hacía lo contrario,
cortaba, interrumpía, oscurecía, y eso fue algo que le discutí hasta el final.
Solo ahora creo que entiendo. Pero aquí no se trata de lo que yo entienda o de
lo que crea entender o de lo que yo quiera pretender explicarle a alguien que
lee esta novela sin haber conocido al autor; esto que les escribo a ustedes,
queridos lectores, es una aclaración que me veo en la obligación de hacer teniendo
en cuenta las condiciones en las que me encuentro.
Ya desde
Mediacuesta tuve la idea de publicarlo. Él lo supo, y aunque al principio no se
mostró muy convencido, después no pensaba en otra cosa. Tanto que alcanzó a
hablar de eso con algunas de las personas que él menciona en este relato. Una
de ellas se mostró desde el principio contrariada, disgustada. Y sus amenazas
llegaron a concretarse. Abel terminó aceptando su chantaje, firmó un documento en
el que se comprometía, a cambio de liquidar automáticamente una significativa
deuda familiar, a no publicar lo que había escrito mientras estuvo internado. Estoy
impedida para escribir aquí el nombre de esa persona, pero creo que es
suficiente con decirles que al verse retratada en el capítulo publicado la
semana anterior, recomenzó su pleito.
Antes de
tratar ese tema, que tampoco es mucho lo que hay para decir, me parece importante
contarles cómo es que estos cuatro capítulos han llegado hasta ustedes, cómo
intentamos eludir a esa persona y su cláusula firmada por Abel. Con los diarios
en mis manos, sin Abel, y sin ningún tipo de permiso, reconozco que alcancé a
resignarme, pensé que se iban a quedar indefinidamente en uno de esos cajones
en lo que mi hija Estefanía los iba poniendo a medida que los leía y los
releía. Y la menciono aquí, a Estefanía, no por lo importante que haya podido
ser para Abel en el último tiempo (ya verá el lector más adelante, si
conseguimos publicar la novela completa), sino porque fue ella quien me dio la
idea, esta idea.
Un día que estábamos volviendo de una cita
donde el odontólogo, y ella tenía parte de su boquita anestesiada, me dijo,
mientras pasaban unas bicicletas frente a nosotros, que esa novela no era de
Abel. Cuando dice cosas por el estilo, cosas que uno sabe que no tienen mucho
asidero, no la cuestiono ni la incito a seguir con sus ocurrencias; simplemente
asiento. Le digo que sí, que bueno, que seguramente. Esta vez no fue la
excepción; pero cuando estábamos en el comedor, unas dos o tres horas después,
llegó la idea: ¿Y si publicáramos esto bajo otro nombre? No un seudónimo, que
sería lo mismo, sino como una elaboración, como una ficción escrita por otra persona.
El primer obstáculo no fue encontrar la persona, siempre hay escritores
emergentes dispuestos a lanzarse a la primera oportunidad, sin importar lo mala
que parezca. No, en lo que pensé fue en los derechos de autor, en una manera de
ceder la obra (a un suplantador) sin cederla del todo, pensé en una manera de
proteger a Abel y su deseo de publicar y darla a conocer. Y ahí estaba Creative
Commons, una figura de derechos de autor en la que la obra (y/o su supuesto
autor) no puede llegar a cerrarse tanto como en el caso del copyright.
Entonces me
puse a la tarea. Necesitaba una editorial independiente y alguien dispuesto a
adjudicarse algo que no había escrito. Alguien que no fuera todavía escritor
pero que pudiera llegar a parecerlo y que, sobre todo por sus circunstancias,
pudiera llegar a darle alguna nota pintoresca, quizá maldita, a la publicación,
algo de prensa sin salir de los límites independientes. Una persona con acceso
me ayudó a buscar en las bases de datos de ciertas clínicas psiquiátricas. Y
vieran el material, vieran la cantidad de perfiles para escritor de unos
diarios como los de Abel. Escogí al que escogí no porque hubiera sido el más
apropiado como escritor, sino porque parecía el más comprometido, el más dispuesto
a hacer lo que hubiera que hacer para ser un autor.
Y todo
parecía que iba a funcionar. Firmamos unos términos. Se acordó que la novela se
publicaría por entregas y que ellos (los de la editorial y “el autor”)
recibirían un pago adelantado adicional al dinero que recaudaríamos en el
crowdfunding, planeado para finales de noviembre. De ahí en adelante, yo me
ocuparía del negocio.
Con la
publicación empezaron los problemas. Cada vez más gente escribió para que le enviaran
las entregas de la novela y el nuevo autor se sintió emocionado y, al parecer, repentinamente
descontento con lo pactado. Esta semana cortésmente pretendió chantajearme, me
pidió una cifra a cambio de no contactar a cierta familiar de Abel. Pues la
contactó y parece que llegó a alguna clase de acuerdo. Le dije de antemano que
no había manera de cambiar el trato y le dije también que si tenía que decir
toda la verdad públicamente lo haría y aquí lo estoy haciendo, al fin y al cabo
mi vida funciona sin necesidad de suplantaciones.
Queridos lectores,
estamos deliberando, trato de llegar a un acuerdo con esta gente a ver si me
devuelven el proyecto, a ver si en unas horas continuamos con las entregas…
pero eso sí, estas vendrán firmadas por su verdadero autor: Abel. Si no lo consigo,
entiendo que esto se seguirá publicando a título del “otro”. En ese caso, me
siento obligada a advertir que ya no podré garantizar al lector la
autenticidad de la obra.
Espero poder
volverme a dirigirme a ustedes pronto,
Muchas gracias
por su atención,
Mariana
Estrada H.
Salio chafa el Camilo
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